Decía una vieja tradición judía, surgida
antes del derrumbamiento del Imperio romano, que, cuando viniera el Mesías,
aparecería en medio de los mendigos que dormían en las afueras de Roma, fuera
de los muros protectores de la ciudad. Sería uno de los muchos expulsados de la
vida urbana, un habitante de los arrabales, un marginal o marginado. Por
eso, Lucas narra que Jesús nace fuera de
la ciudad (2,7) y la carta a los Hebreos indica que fuera de la ciudad muere
(Heb 13,12).
¿No esto lo que significa el misterio pascual
vivido desde la circunstancia del mundo contemporáneo? Pascua es cruzar una
frontera, vivir en una encrucijada de caminos, encarnar la fe como una
crucialidad que nos lleva a salir de nuestro pequeño, limitado mundo donde
estamos esclavizados por el egoísmo, el narcisismo, el bienestar, hacia una
tierra abierta en la que podamos cooperar con la acción del Espíritu liberando
a los oprimidos. Es hacerse, de algún modo, emigrante para salvar a los marginados,
a los emigrantes, de todas las injusticias que padecen.
Nuestros hermanos judíos tienen una fiesta
central en su año litúrgico denominada “Asseret yeme teshuva”. Significa “los
diez días de la conversión”. Se sitúa antes de la fiesta de “Rosh ha-shana” o
comienzo del año y la del “Yom Kippur” o “Día del Perdón”. (Todo cae entre
septiembre y octubre). Diríamos que es el tiempo dedicado a vivir y celebrar la
conversión, algo similar a nuestra cuaresma.
Pues bien, ese término, conversión lo expresa
con el vocablo hebreo “teshuva” que significa propiamente desandar el camino,
retornar. Pero no se trata aquí
simplemente de volver al origen, sino de arrepentirse de los malos pasos dados
e iniciar una andadura distinta. Así surge algo nuevo, el año nuevo y el perdón
de Dios.
El cristiano vive en la cuaresma, como
preparación a la pascua, su tiempo de “teshuva”. También para el cristiano
significa este tiempo algo más que penitencia. Es conversión, viraje, cambio
radical, reorientación (en griego “metanoía”). Vive lo que narra la parábola
del Hijo pródigo. Retorna a la casa paterna. Pero vuelve no para buscar el seno
materno-paterno infantilmente ni para quedarse en los orígenes, sino para
iniciar un nuevo itinerario tras haber renovado su experiencia del amor
paterno-materno de Dios que le perdona. Dios hace que renazca dentro de su
interior la confianza fundamental de su identidad, es decir, en su vocación
única, intransferible, para trabajar por la llegada del Reino de Dios.
De ese modo, el creyente se va preparando a
realizar el cruce de fronteras, que es la pascua entendida en su sentido
originario de “pesaj”, es decir, de tránsito, travesía, paso del hombre viejo
al hombre nuevo, de la vida caduca y limitada a la vida eterna e inmortal, de
la esclavitud a la liberación plena. Así va madurando en la semilla de la
resurrección.
En cada pascua semanal, en cada eucaristía
dominical (también, en la diaria) cantamos “Bendito el que viene en nombre del
Señor”. Y luego clamamos suplicantes: “Ven Señor Jesús”. Cuando llegue la
pascua última, la de la parusía, se habrá superado esta antinomia entre el
presente y el futuro, entre el ya y el todavía no. Habrá llegado la hora
nupcial de las bodas del Cordero.
Invitados a ellas, “los que blanquearon sus
túnicas en la sangre del Cordero…ya nunca tendrán ni hambre ni sed ni calor
agobiante…Dios enjugará las lágrimas de sus ojos…Y ya no habrá ni muerte ni
luto ni dolor, porque lo viejo ha pasado” (Apoc 7,14-17; 21,4.9).
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