HIGINIO A. LOPERA E; CENTRO "SAN JUAN EUDES" |
158 "La fe trata de comprender"
(S. Anselmo, prosl. proem.): es inherente a la fe que el creyente desee conocer
mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido
revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada
vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre "los ojos del
corazón" (Efesios 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la
Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de
la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado.
Ahora bien, "para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el
mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus
dones" (DV 5).
Así,
según el adagio de S. Agustín (serm. 43,7,9), "creo para comprender y
comprendo para creer mejor".
159 Fe
y ciencia. "A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás
puede haber desacuerdo entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los
misterios y comunica la fe ha hecho descender en el espíritu humano la luz de
la razón, Dios no podría negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a
lo verdadero" (Cc. Vaticano I: DS 3017). "Por eso, la investigación
metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico
y según las normas morales, nuca estará realmente en oposición con la fe,
porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el
mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza
por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por
la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que
son" (GS 36,2).
La libertad de la
fe
160
"El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe
estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es
voluntario por su propia naturaleza" (DH 10; Cf. CIC,
can.748, 2). "Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu
y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados...Esto
se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús" (DH 11). En efecto, Cristo invitó
a la fe y a la conversión, él no forzó jamás a nadie jamás. "Dio
testimonio de la
verdad,
pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino...crece
por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia
Él" (DH 11).
La necesidad de la
fe
161 Creer en Cristo Jesús y en aquél que lo envió
para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (Cf. Marcos 16,16; Juan
3,36; 6,40 e.a.). "Puesto que `sin la fe... es imposible agradar a Dios”
(Hebreos 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado
sin ella y nadie, a no ser que `haya perseverado en ella hasta el fin” (Mateo
10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna" (Cc. Vaticano I: DS 3012; Cf. Cc.
de Trento: DS 1532).
La perseverancia en
la fe
162
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo;
S. Pablo advierte de ello a Timoteo: "Combate el buen combate, conservando
la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la
fe" (1 Timoteo 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en
la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la
aumente (Cf. Marcos 9,24; Lucas 17,5; 22,32); debe "actuar por la
caridad" (Gálatas 5,6; Cf. SST 2,14-26), ser sostenida por la esperanza
(Cf. Romanos 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
La fe, comienzo de
la vida eterna
163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y
la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a
cara" (1 Corintios 13,12), "tal cual es" (1 Juan 3,2). La fe es pues ya el comienzo de la
vida eterna:
Mientras
que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo,
es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura
que gozaremos un día (S. Basilio, Spir. 15,36; Cf. S. Tomás de A., s. th. 2-2,
4, 1).
164 Ahora,
sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Corintios 5,7), y conocemos a Dios "como en un
espejo, de una manera confusa,...imperfecta" (1 Corintios 13,12). Luminosa
por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe
puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy
lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento,
de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden
estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los
testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza"
(Romanos 4,18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe"
(LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat 18) participando
en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos
de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de
testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con
fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia
y consuma la fe" (Hebreos 12,1-2).
Artículo 2: CREEMOS
166
La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de
Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo,
como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se
ha dado la vida a sí mismo. El
creyente
ha recibido la fe de otro, debe transmitirla a otro. Nuestro amor a Jesús y a
los hombres nos impulsa a hablar a otros de nuestra fe. Cada creyente es como
un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser
sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de
los otros.
167 "Creo" (Símbolo de los Apóstoles):
Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente,
principalmente en su bautismo. "Creemos" (Símbolo de Nicea-Constantinopla,
en el original griego): Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos
en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes.
"Creo",
es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña
a decir: "creo", "creemos".
I "MIRA,
SEÑOR, LA FE DE TU IGLESIA"
168
La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. La
Iglesia es la primera que, en todas partes, confiesa al Señor ("Te per
orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia", cantamos en el Te Deum), y con
ella y en ella somos impulsados y llevados a confesar también:
"creo", "creemos". Por medio de la Iglesia recibimos la fe
y la vida nueva en Cristo por el bautismo. En el Ritual Romano, el ministro del
bautismo pregunta al catecúmeno: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" Y
la respuesta es: "La fe". "¿Qué te da la fe?" "La vida
eterna".
169 La salvación viene solo de Dios; pero puesto
que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre:
"Creemos en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento, y no en
la Iglesia como si ella fuese el autor de nuestra salvación" (Fausto de
Riez,
Spir. 1,2). Porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.
II EL LENGUAJE DE
LA FE
170 No creemos en las fórmulas, sino en las
realidades que estas expresan y que la fe nos permite "tocar".
"El acto (de fe) del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad
(enunciada)" (S. Tomás de A., s. th. 2-2, 1,2, ad 2). Sin embargo, nos
acercamos a estas realidades con la ayuda de las formulaciones de la fe. Estas
permiten expresar y transmitir la fe, celebrarla en comunidad, asimilarla y
vivir de ella cada vez más.
171 La Iglesia, que es "columna y fundamento
de la verdad" (1 Timoteo 3,15), guarda fielmente "la fe transmitida a
los santos de una vez para siempre" (Judas 3). Ella es la que guarda la memoria
de las Palabras de Cristo, la que transmite de generación en generación la confesión
de fe de los Apóstoles. Como una madre que enseña a sus hijos a hablar y con ello
a comprender y a comunicar, la Iglesia, nuestra Madre, nos enseña el lenguaje
de la fe para introducirnos en la inteligencia y la vida de la fe.
III UNA SOLA FE
172 Desde siglos, a través de muchas lenguas,
culturas, pueblos y naciones, la Iglesia no cesa de confesar su única fe,
recibida de un solo Señor, transmitida por un solo bautismo, enraizada en la
convicción de que todos los hombres no tienen más que un solo Dios y Padre (Cf.
Efesios 4,4-6). S. Ireneo de Lyon,
testigo de esta fe, declara:
173 "La Iglesia, en efecto, aunque
dispersada por el mundo entero hasta los confines de la tierra, habiendo
recibido de los apóstoles y de sus discípulos la fe... guarda (esta predicación
y esta fe) con cuidado, como no habitando más que una sola casa, cree en ella de
una manera idéntica, como no teniendo más que una sola alma y un solo corazón,
las predica, las enseña y las transmite con una voz unánime, como no poseyendo
más que una sola boca" (haer. 1, 10,1-2).
174 "Porque, si las lenguas difieren a través
del mundo, el contenido de la Tradición es uno e idéntico. Y ni las Iglesias
establecidas en Germania tienen otro fe u otra Tradición, ni las que están
entre los Iberos, ni las que están entre los Celtas, ni las de Oriente, de
Egipto, de Libia, ni las que están establecidas en el centro el mundo..."
(Ibíd.). "El mensaje de la Iglesia es, pues, verídico y sólido, ya que en
ella aparece un solo camino de salvación a través del mundo entero" (Ibíd.
5,20,1).
175 "Esta fe que hemos recibido de la
Iglesia, la guardamos con cuidado, porque sin cesar, bajo la acción del
Espíritu de Dios, como un contenido de gran valor encerrado en un vaso excelente,
rejuvenece y hace rejuvenecer el vaso mismo que la contiene" (Ibíd.,
3,24,1).
RESUMEN
176-- La fe es una adhesión
personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la
inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo
mediante sus obras y sus palabras.
177-- "Creer"
entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por
confianza en la persona que la atestigua.
178-- No debemos creer en
ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo.
179-- La fe es un don
sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores
del Espíritu Santo.
180-- "Creer" es
un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona
humana.
181-- "Creer" es
un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta
nuestra fe. La Iglesia es la madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener
a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre" (S. Cipriano, unit.
eccl.: PL 4, 503A).
182-- "Creemos todas
aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y
son propuestas por la Iglesia... para ser creídas como divinamente reveladas"
(Pablo VI, SPF 20).
183-- La fe es necesaria
para la salvación. El Señor mismo lo afirma: "El que crea y sea bautizado,
se salvará; el que no crea, se condenará" (Mc 16,16).
184-- "La fe es un
gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la vida
futura" (S. Tomás de A., comp. 1,2).
5--ALGUNOS CREDOS O PROFESIONES DE
FE
A-CREDO
DE LOS APÓSTOLES
Creo en Dios
Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de la Virgen Maria.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos.
Subió a los cielos,
y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos,
y la vida eterna. Amén.
creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo
y nació de la Virgen Maria.
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.
Fue crucificado, muerto y sepultado.
Descendió a los infiernos.
Al tercer día resucitó de entre los muertos.
Subió a los cielos,
y está sentado a la diestra de Dios Padre.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos, el perdón de los pecados,
la resurrección de los muertos,
y la vida eterna. Amén.
B-CREDO
NICENO-CONSTANTINOPOLITANO
Creo en un sólo
Dios, Padre Todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un sólo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y
por nuestra salvación bajo del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria para
juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un sólo Bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.
Amén.
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un sólo Señor, Jesucristo,
Hijo único de Dios
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y
por nuestra salvación bajo del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se
encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado
en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día, según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria para
juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin.
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas.
Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica.
Confieso que hay un sólo Bautismo
para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.
Amén.
C-CREDO DE PABLO VI
CREDO DEL
PUEBLO DE DIOS
Solemne
Profesión de fe que Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968, al concluir el Año de la fe proclamado con
motivo del XlX centenario del martirio
de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma.
Venerables hermanos y queridos hijos:
1. Clausuramos con esta liturgia
solemne tanto la conmemoración del XIX centenario del martirio de los santos
apóstoles Pedro y Pablo como el año que hemos llamado de la fe.
Pues hemos dedicado este año a
conmemorar a los santos apóstoles, no sólo con la intención de testimoniar
nuestra inquebrantable voluntad de conservar íntegramente el depósito de la
fe (cf. 1Timoteo 6,20), que
ellos nos transmitieron, sino también con la de robustecer nuestro propósito de
llevar la. misma fe a la vida en este tiempo en que la Iglesia tiene que
peregrinar era este mundo.
2. Pensamos que es ahora nuestro
deber manifestar públicamente nuestra gratitud a aquellos fieles cristianos
que, respondiendo a nuestras invitaciones, hicieron que el año llamado de la fe
obtuviera suma abundancia de frutos, sea dando una adhesión más profunda a la
palabra de Dios, sea renovando en muchas comunidades la profesión de fe, sea
confirmando la fe misma con claros testimonios de vida cristiana.
Por ello, a la vez que expresamos
nuestro reconocimiento, sobre todo a nuestros hermanos en el episcopado y a
todos los hijos de la Iglesia católica, les otorgamos nuestra bendición
apostólica.
3. Juzgamos además que debemos
cumplir el mandato confiado por Cristo a Pedro, de quien, aunque muy inferior
en méritos, somos sucesor; a saber: que confirmemos en la fe a los hermanos
(cf. Lucas 22,32).
Por lo cual, aunque somos conscientes
de nuestra pequeñez, con aquella inmensa fuerza de ánimo que tomamos del
mandato que nos ha sido entregado, vamos a hacer una profesión de fe y a
pronunciar una fórmula que comienza con la palabra creo, la cual, aunque
no haya que llamarla verdadera y propiamente definición dogmática, sin embargo
repite sustancialmente, con algunas explicaciones postuladas por las
condiciones espirituales de esta nuestra época, la fórmula nicena: es decir, la
fórmula de la tradición inmortal de la santa Iglesia de Dios.
4. Bien sabemos, al hacer esto, por
qué perturbaciones están hoy agitados, en lo tocante a la fe, algunos grupos de
hombres.
Los cuales no escaparon al influjo de
un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o
completamente negadas o puestas en discusión.
Más aún: vemos incluso a algunos
católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar.
La Iglesia juzga que es obligación
suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los
misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para
todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas
cada día de un modo más apto.
Pero, al mismo tiempo, hay que tener
sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación,
no se derriben verdades de la doctrina cristiana.
Si esto sucediera —y vemos
dolorosamente que hoy sucede en realidad—, ello llevaría la perturbación y la
duda a los fieles ánimos de muchos.
5. A este propósito, es de suma
importancia advertir que, además de lo que es observable y de lo descubierto
por medio de las ciencias, la inteligencia, que nos ha sido dada por Dios,
puede llegar a lo que es, no sólo a significaciones subjetivas de lo que
llaman estructuras, o de la evolución de la conciencia humana.
Por lo demás, hay que recordar que
pertenece a la interpretación o hermenéutica el que, atendiendo a la palabra
que ha sido pronunciada, nos esforcemos por entender y discernir el sentido
contenido en tal texto, pero no innovar, en cierto modo, este sentido, según la
arbitrariedad de una conjetura.
6. Sin embargo, ante todo, confiarnos
firmísimamente en el Espíritu Santo, que es el alma de la Iglesia, y en
la fe teologal, en la que se apoya la vida del Cuerpo místico.
No ignorando, ciertamente, que los
hombres esperan las palabras del Vicario de Cristo, satisfacemos por ello esa
su expectación con discursos y homilías, que nos agrada tener muy
frecuentemente.
Pero hoy se nos ofrece la oportunidad
de proferir una palabra más solemne.
7. Así, pues, este día, elegido por
Nos para clausurar el año llamado de la fe, y en esta celebración de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, queremos prestar a Dios, sumo y vivo, el obsequio de
la profesión de fe.
Y como en otro tiempo, en Cesarea de
Filipo, Simón Pedro, fuera de las opiniones de los hombres, confesó
verdaderamente, en nombre de los doce apóstoles, a Cristo, Hijo del Dios vivo,
así hoy su humilde Sucesor y Pastor de la Iglesia universal, en nombre de todo
el pueblo de Dios, alza su voz para dar un testimonio firmísimo a la Verdad
divina, que ha sido confiada a la Iglesia para que la anuncie a todas las
gentes.
Queremos que esta nuestra profesión
de fe sea lo bastante completa y explícita para satisfacer, de modo apto, a la
necesidad de luz que oprime a tantos fieles y a todos aquellos que en el mundo
—sea cual fuere el grupo espiritual a que pertenezcan— buscan la Verdad.
Por tanto, para gloria de Dios
omnipotente y de nuestro Señor Jesucristo, poniendo al confianza en el auxilio
de la Santísima Virgen María y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo,
para utilidad espiritual y progreso de la Iglesia, en nombre de todos los
sagrados pastores y fieles cristianos, y en plena comunión con vosotros,
hermanos e hijos queridísimos, pronunciamos ahora esta profesión de fe.
Unidad y
Trinidad de Dios
8. Creemos en un solo Dios, Padre,
Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles —como es este mundo en que
pasamos nuestra breve vida— y de las cosas invisibles —como son los espíritus
puros, que llamamos también ángeles (Cf. Conc. Vat. I,
Const. dogm. Dei Filius: Denz.-Schön. 3002) — y también Creador, en
cada hombre, del alma espiritual e inmortal (Cf. enc. Humani
generis: AAS 42 (1950) 575; Con. Lateran. V: Denz.-Schön. 1440-1441).
9. Creemos que este Dios único es tan
absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones:
en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y
caridad.
Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés (cf. Éxodo
3,14), él es Amor, como nos
enseñó el apóstol Juan (cf. 1 Juan 4,8) de tal manera que estos dos
nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel
que quiso manifestarse a sí mismo a nosotros y que, habitando la luz inaccesible
(cf. 1Timoteo 6,16), está en si
mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas.
Sólo Dios puede otorgarnos un
conocimiento recto y pleno de sí mismo, revelándose a sí mismo como Padre, Hijo
y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a
participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la
muerte, en la luz sempiterna.
Los vínculos mutuos que constituyen a
las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y
mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo, la cual
supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano
(Cf. Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius: Denz.-Schön. 3016).
Sin embargo, damos gracias a la
divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante
los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima
Trinidad.
10. Creemos, pues, en Dios, que en
toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es
engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona increada,
que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos.
Así, en las tres personas divinas,
que son eternas entre sí e iguales entre sí (Símbolo Quicumque:
Denz.-Schön. 75), la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan
sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia
increada; y siempre hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad
en la unidad (Ibíd).
Cristología
11. Creemos en nuestro Señor
Jesucristo, el Hijo de Dios.
El es el Verbo eterno, nacido del
Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to
Patri; por quien han sido hechas todas las cosas.
Y se encarnó por obra del Espíritu
Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al
Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad (Ibíd.,
n. 76), completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de
la sustancia, sino por unidad de la persona (Ibíd).
12. El mismo habitó entre nosotros
lleno de gracia y de verdad.
Anunció y fundó el reino de Dios,
manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos
amáramos los unos a los otros como él nos amó.
Nos enseñó el camino de las
bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar
los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios
de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia.
Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero
de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz,
trayéndonos la salvación con la sangre de la redención.
Fue sepultado, y resucitó por su
propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación
de la vida divina, que es la gracia.
Subió al cielo, de donde ha de venir
de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada
uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad
de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final
serán destinados al fuego que nunca cesará.
Y su reino no tendrá fin.
El Espíritu
Santo
13. Creemos en el Espíritu Santo,
Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y
glorificado.
Que habló por los profetas; nos fue
enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina,
vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no
desechen la gracia.
Su acción, que penetra lo íntimo del
alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: Sed
perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste (cf Mateo
5,48).
Mariología
14. Creemos que la Bienaventurada
María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y
Salvador nuestro, Jesucristo (Cf. Conc. Efes.: Denz.-Schön. 251-252) y que
ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo
redimida de modo más sublime (Cf. Concilio Vaticano II, constitución
dogmática Lumen gentium, 53), fue preservada inmune de
toda mancha de culpa original (Cf. Pío IX, Bula Ineffabilis Deus:
Acta p. 1 vol. 1 p. 616) y que supera ampliamente en don de gracia eximia a
todas las demás criaturas (Cf. Lumen gentium, 53).
15. Ligada por un vínculo estrecho e
indisoluble al misterio de la encarnación y de la redención (Cf. Ibíd., n. 53.58.61), la Beatísima
Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue
asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste (Cf. Const. apost. Munificentissimus
Deus: AAS 42 (1950) 770), y hecha
semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la
suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre
de la Iglesia (Lumen gentium, 53.56.61.63; cf. Pablo Vl, Al. en
el cierre de la III sesión del concilio Vat. II: AAS 56 (1964), 1016; exhort.
apost. Signum magnum: AAS 59 (1967) 465 y 467), continúa en el cielo ejercitando su
oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que
contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de
los hombres redimidos (Lumen gentium, 62; cf. Pablo Vl, exhort. apost. Signum
magnum: AAS 59 (1967) 468).
Pecado
original
16. Creemos que todos pecaron en
Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la
naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que
padeciese las consecuencias de aquella culpa.
Este estado ya no es aquel en el que
la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya
que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba
exento del mal y de la muerte.
Así, pues, esta naturaleza humana,
caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba
adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la
muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre
nace en pecado.
Mantenemos, pues, siguiendo el concilio
de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza
humana, por propagación, no por imitación, y que se halla como propio
en cada uno (Cf. Conc. Trid., ses.5: Decr. De pecc. orig.:
Denz-Schön. 1513).
17. Creemos que nuestro Señor
Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de
todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se
mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia (cf. Romanos 5,20).
18. Confesamos creyendo un solo
bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados.
Que el bautismo hay que conferirlo
también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún
pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento
nazcan de nuevo, del agua y del Espíritu Santo, a la vida divina en
Cristo Jesús (Cf. Conc. Trid., ibíd.,: Denz-Schön. 1514).
La Iglesia
19. Creemos en la Iglesia una, santa,
católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro.
Ella es el Cuerpo místico de
Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la
vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios
peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes,
germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos
de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas
las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después
del fin de los tiempos en la gloria celeste (Cf. Lumen gentium, 8 y 50).
Durante el transcurso de los tiempos el
Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su
plenitud (Cf. Ibíd., n.7.11).
Porque la Iglesia hace por ellos que
sus miembros participen del misterio de la muerte y la resurrección de
Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve (Cf. Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium n. 5.6; Lumen gentium n.7.12.50).
Es, pues, santa, aunque abarque en su
seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia;
sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se
apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la
santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia
por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la
sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.
20. Heredera de las divinas promesas
e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros
sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad;
edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y
cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los siglos en
el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando
finalmente de la perpetua asistencia del Espíritu Santo, compete a la Iglesia
la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que,
bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres
plenamente por el Señor Jesús.
Nosotros creemos todas aquellas cosas
que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas
por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal,
para ser creídas como divinamente reveladas (Cf. Conc. Vat. I, Const. Dei Filius:
Denz-Schön. 3011).
Nosotros creemos en aquella
infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra (Cf. Ibíd., Const. Pastor aeternus:
Denz-Schön. 3074) y que reside también
en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio
(Cf. Lumen gentium, n. 25).
21. Nosotros creemos que la Iglesia,
que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el culto, y
el vinculo de la comunión jerárquica (Ibíd., n. 8.18-23; decret. Unitatis redintegratio, n. 2).
La abundantísima variedad de ritos
litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legítima de patrimonio
teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la
unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan (Cf. Lumen gentium, n. 23; decret. Orientalium Ecclesiarum, n. 2.3.5.6).
22. Nosotros también, reconociendo
por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se
encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios
de la misma Iglesia empujan a la unidad católica (Cf. Lumen gentium, n. 8), y creyendo, por otra parte,
en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo
el deseo de esta unidad (Cf. Ibíd., n. 15), esperamos que los cristianos
que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan
finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.
23. Nosotros creemos que la
Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el
camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace
presente (Cf. Ibíd., n. 14).
Pero el propósito divino de salvación
abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio
de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se
esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad,
conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número
ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna
(Cf. Ibíd., n. 16).
Eucaristía
24. Nosotros creemos que la misa que
es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de
la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en
nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el
sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares.
Nosotros creemos que, como el pan y
el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo
y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así
también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el
cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos
que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que
continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es
verdadera, real y sustancial (Cf. Conc. Trid., ses. 13: Decr. De
Eucharistia: Denz-Schön. 1651).
25. En este sacramento, Cristo no
puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la
sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en
su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino,
que percibimos con nuestros sentidos.
La cual conversión misteriosa es
llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación.
Cualquier interpretación de teólogos
que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe
católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas,
independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la
consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre
de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros
bajo las especies sacramentales del pan y del vino (Cf. Ibíd.: Denz-Schön. 1642; Pablo
Vl, Enc. Mysterium fidei: AAS 57 (1965) 766), como el mismo Señor quiso, para dársenos en
alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo místico (Cf. Santo Tomás, Summa
Theologica III, q.73 a.3).
26. La única e indivisible existencia
de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el
sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde
se realiza el sacrificio eucarístico. La misma existencia, después de celebrado
el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el
tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos.
Por lo cual estamos obligados, por
obligación ciertamente suavísima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que
nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin
embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.
Escatología
27. Confesamos igualmente que el
reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la
tierra, no es de este mundo (cf. Juan 18,36), cuya figura pasa
(cf. 1Corintios 7,31), y también
que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la
cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que
consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables
de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los
bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más
abundantemente entre los hombres.
Pero con el mismo amor es impulsada
la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien
temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus
hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Hebreos
13,14), los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus
recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la
justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a
sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices.
Por lo cual, la gran solicitud con
que la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los
hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra
cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos,
ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y
de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador.
Pero jamás debe interpretarse esta
solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se
resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
28. Creemos en la vida eterna.
Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo
—tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como
las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del
cuerpo, como el Buen Ladrón— constituyen el Pueblo de Dios después de la
muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que
estas almas se unirán con sus cuerpos.
29. Creemos que la multitud de
aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la
Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios,
como Él es (1Jn 3, 2; Benedicto XII, Const. Benedictus Deus:
Denz-Schön. 1000) y participan
también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos
ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado,
como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan
grandemente nuestra flaqueza (Lumen gentium, n. 49).
30. Creemos en la comunión de todos
los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que
se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza
celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en
esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus
santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos
aseguró Jesús: Pedid y recibiréis (cf. Lucas 10,9-10; Juan
16,24).
Profesando esta fe y apoyados en esta
esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo
venidero.
Bendito sea Dios, santo, santo,
santo. Amén.
6--ALGUNOS TEXTOS DE SAN JUAN EUDES
SOBRE LA FE.
En estos textos se
busca, en lo posible, conservar el vocabulario eudista y seguir la Biblia
Vulgata. Cada texto es traducido con este criterio.
Estos son algunos de
sus textos más explícitos en el tema de la fe, aunque todo en el pesamiento y
el obrar de san Juan Eudes es una expresión concreta de fe. Así las cosas,
debería copiar aquí las 566 páginas de Le Royaume de Jésus. Juan Eudes es
un verdadero teólogo porque todo lo enfoca, lo define, lo discierne y lo
realiza desde la fe. No hay página de sus escritos que no esté totalmente
penetrada por su fe.
La fe, más allá de un concenpto
mental, es la actitud de toda la persona que se ha abandonado, adherido en el
amor total, al Señor, para encontrar desde esa entrega amorosa el sentido pleno
de la vida.
Para elaborar esta
antología prefiero pasar las páginas en el orden de los doce tomos de la
edición francesa.
Los títulos son una
simple clave para enfocar el texto.
¡Buen provecho!
1—La fe en Jesucristo (Le Royaume de
Jésus, 1, 97).
Jesús, Hijo único de Dios, Hijo único de María, es, para hablar según
el lenguaje de su Apóstol, “el autor y el consumador de la fe” y de la
piedad cristiana (Hebreos 12, 2) , y como a si mismo se llama: “el alfa y la
omega, el primero y el último, el principio y el fin de todas las cosas”
(Apocalipsis 22, 13); es muy justo que
sea el principio y fin de toda nuestra vida, de todos nuestros años, meses,
semanas y días y de todos nuestros actos.
2—Profesión de fe cristiana (Le Royaume de
Jésus, 1, 151-152).
Oh, Jesús, te adoro como el autor y el consumador de la fe y como luz
eterna y fuente de toda luz. Te doy infinitas gracias porque ha sido de tu
agrado, por tu grandísima misericordia, llamarme de las tinieblas del pecado y
del infierno a tu luz admirable, que es
la luz de la fe. Te pido una y mil veces perdón de no haberme conducido antes
en el pasado según esta luz divina; reconozco que he merecido muchas veces verme privado de ella por el mal uso
que hecho de la misma, y te prometo, que en adelante no he de vivir sino de
acuerdo con la palabra de tu divino Apóstol que nos enseña: «El justo vive
de la fe» (Romanos 1, 17).
A este fin, me doy al Espíritu de tu santa fe, y con el poder de este
mismo Espíritu, unido a la fe vivísima y
perfectísima de tu bienaventurada Madre, de tus santos Apóstoles y de toda tu
santa Iglesia, hago profesión a la faz del cielo y de la tierra, y estoy
dispuesto, mediante tu gracia, a hacerla ante todos los enemigos de esta misma
fe:
1º de creer íntegra y firmemente todo cuanto nos enseñás por Tí mismo y
por medio de tu santa Iglesia;
2º de preferir dar mi sangre y mi
vida, y padecer tormentos de toda clase
antes que apartarme de un solo punto de esta creencia y de adherirme en lo más mínimo a los errores que le son contrarios;
3º de querer vivir y comportarme de ahora en adelante, no según
los instintos como los animales, ni
según la razón humana como los filósofos, sino según la luz de la fe como los
verdaderos cristianos, y según las máximas de esta misma fe que nos has dejado
en tu santo Evangelio.
Conserva y acrecienta en mí, Salvador mío, estas santas resoluciones y
concédeme la gracia de cumplirlas perfectamente para gloria de tu santo Nombre.
Amén.
3—Unidos
a Jesús nuestra Cabeza por la fe (Le Royaume de Jésus, 1, 161).
Si Jesús es nuestra Cabeza y “nosotros
sus miembros y su cuerpo” , como dice san Pablo, “hueso de sus huesos y carne de su carne” (Efesios 5, 30), estamos
unidos a Él de la manera más íntima como los miembros con su cabeza; unidos a
Él espiritualmente, por la fe y por la gracia que nos ha dado en el santo
Bautismo; unidos a Él corporalmente por la unión de su santísimo Cuerpo con el
nuestro en la santa Eucaristía; de todo esto se sigue necesariamente que, como los miembros están animados por el
espíritu de su cabeza y viven de su vida, así también nosotros debemos estar
animados del Espíritu de Jesús, vivir de su vida, marchar por sus caminos,
estar revestidos de sus sentimientos e inclinaciones, hacer todas nuestras
acciones con las disposiciones e intenciones con que Él hizo las suyas; en una
palabra, continuar y completar la vida, la religión y la devoción que Él
ejercitó en la tierra.
4—El primer fundamento de la vida
cristiana es la fe.
(Le Royaume de Jésus, 1, 168-171).
El primer
fundamento de la vida cristiana es la fe. Porque san Pablo nos declara que “si
queremos ir a Dios, y tener acceso a su divina Majestad, el primer paso que hay
que dar es creer” (Hebreos 11, 6); y “sin
la fe es imposible agradar a Dios” (Ibid). “La fe, dice el mismo Apóstol, es
la substancia y la base de todas las cosas que esperamos” (Hebreos 11, 1).
Es la piedra
fundamental de la casa y del reino de Jesucristo.
Es una luz
celeste y divina, una participación de la luz eterna e inaccesible, un destello
de la faz de Dios, o, para hablar con el lenguaje de la Escritura, la fe es
como un carácter divino, por el que la luz de la faz de Dios se imprime en
nuestras almas.
Es una
comunicación y como una extensión de la luz y de la ciencia divina que ha sido
infundida en el alma santa de Jesús en el momento de su Encarnación.
Es la ciencia de
la salvación, la ciencia de los Santos, la ciencia de Dios, que Jesucristo ha
sacado del seno de su Padre, y nos la ha traido a la tierra para disipar las
tinieblas, para iluminar nuestros corazones, para darnos los conocimientos
necesarios para servir y amar a Dios perfectamente, para someter y apegar
nuestros espíritus a las verdades que Él
nos ha enseñado y que aún nos enseña por si mismo y por su Iglesia; y en
consecuencia, para expresar, continuar y completar en nosotros la sumisión, la docilidad y el sometimiento voluntario y sin oscuridad
que su espíritu humano tuvo a las luces que su Padre le había comunicado y a las verdades que le
había enseñado.
Por más que la
fe se nos ha dado para cautivar y someter nuestros espíritus a la creencia de
las verdades que se nos anuncian de parte de Dios, es una continuación y
cumplimiento de la sumisión amorosa y perfectísima que el espíritu humano de
Jesucristo tuvo a las verdades que su Padre eterno le anunció.
Esta luz y
ciencia divina nos da un perfecto conocimieto, en cuanto se puede tener en esta
vida, de todas las cosas que están dentro y fuera de Dios.
La razón y la
ciencia humana con mucha frecuencia nos engañan, porque son demasiado débiles y
limitadas en sus luces para alcanzar el conocimiento de las cosas de Dios que
son infinitas e incomprensibles; como también, porque la ciencia y la razón
humana están demasiado llenas de tinieblas y de oscuridades, como consecuencia
de la corrupción del pecado, aun para tener un verdadero conocimiento de las
cosas que están fuera de Dios.
En cambio, la
luz de la fe, al ser una participación de la verdad y de la luz de Dios, no
puede engañarnos, nos hace ver las cosas como Dios las ve, es decir, en su
verdad y tal como están a los ojos de Dios.
De tal manera
que si miramos a Dios con los ojos de la fe, lo veremos en su verdad, tal como
es y en cierto modo, cara a cara.
Porque aunque la
fe tenga oscuridades, nos hace ver a Dios, no con la claridad con que se le ve
en el cielo, sino oscuramente y como a través de una nube; sin embargo la fe no
abaja su grandeza suprema a la medida de nuestro espíritu, como hace la
ciencia, sino que penetra a través de sus sombras y oscuridades hasta la
infinitud de sus perfecciones y nos la hace conocer tal cual es, es decir, en
su ser infinito y en todas sus divinas perfecciones.
La fe nos hace
conocer que todo lo que está en Dios y en Jesucristo Hombre-Dios, es
infinitamente grande y admirable, infinitamente adorable y amable,
infinitamente digno de ser adorado, glorificado y amado por amor a Él mismo.
La fe nos hace
ver que Dios es veraz y fiel en sus palabras y en sus promesas; que Él es todo
bondad, todo dulzura y todo amor para los que lo buscan y ponen su confianza en
Él; pero es todo rigor, todo terror y todo severidad para los que lo abandonan y
es cosa espantosamente horrible caer en la manos de su justicia.
La fe nos da un
conocimiento muy seguro de que la divina Providencia conduce y gobierna todas
las cosas que pasan en el universo, sapientísimamente y de la mejor manera que
pueda darse y que merece ser infinitamente adorada y amada por todas las cosas
que ordena, sea por justicia, sea por misericordia, en el cielo, en la tierra y
en el infierno.
Si miramos la
Iglesia de Dios a la luz de la fe, veremos que teniendo a Jesucristo como su
Cabeza y al Espíritu Santo como su conductor, es imposible que ella pueda en
alguna cosa alejarse de la verdad ni descarriarse en la mentira: y por lo
tanto, todas las ceremonias, costumbres y funciones de la Iglesia están santísimamente
instituidas, todo lo que ella prohíbe y manda es muy legítimo; todo lo que ella
enseña es tan infaliblemente verdadero, que debemos estar dispuestos a morir
primero mil veces que alejarnos de la menor de las verdades que nos anuncia, y
en fin, debemos venerar y honrar singularmente todas las cosas que hay en la
Iglesia, como santas y sagradas.
Si nos miramos a
nosotros mismos y a todas las cosas del mundo con los ojos de la fe, veremos
con mucha claridad que por nosotros mismos solo somos nada, pecado y
abominación y que cuanto hay en el mundo no es más que humo, vanidad e ilusión.
Es así como se
deben mirar todas las cosas, no en la vanidad de nuestros sentidos, ni con los
ojos de la carne y de la sangre, ni con
la corta y engañosa visión de la razón y de la ciencia humana, sino en la
verdad de Dios y con los ojos de Jesucristo, es decir, con esta divina luz que
Él ha tomado del seno del Padre, con la que mira y conoce toda cosa y que Él
nos ha comunicado para que miremos y conozcamos todas las cosas como Él las
mira y conoce.
5—El Espíritu de fe: la fe debe ser la
guía de todas nuestras acciones. (Le Royaume de Jésus, 1, 171-173).
Como debemos
mirar todas las cosas a la luz de la fe
para conocerlas verdaderamente, así también debemos realizar todas
nuestras acciones bajo la guía de esta
misma luz para hacerlas santamente.
Así como Dios se
conduce por la divina sabiduría; los Ángeles por su inteligencia angélica; los
hombres privados de la luz de la fe, por la razón; las personas de este mundo por las máximas que él sigue; los
voluptuosos por sus instintos; del mismo modo los cristianos se deben conducir
por la misma luz que se conduce Jesucristo, que es su Cabeza, es decir, por la
fe que es una participación de la ciencia y de la luz de Jesucristo.
Por eso debemos
trabajar con todos los medios posibles para aprender esta divina ciencia y no hacer nada sin su
santa guía.
Para esto, al
comienzo de nuestras acciones, especialmente de las más importantes,
postrémonos a los pies del Hijo de Dios, adorémoslo como el autor y el consumador
de la fe, y como quien es la verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene
a este mundo, y el Padre de las luces.
Reconozcamos que
por nosotros mismos solo somos tinieblas y que todas las luces de la razón, de
la ciencia y aun de la experiencia humana, frecuentemente no son más que
oscuridades e ilusiones en las que no debemos tener ninguna confianza.
Renunciemos a la
prudencia de la carne y a la sabiduría
mundana; pidamos a Jesús que las destruya en nosotros como a sus enemigos, que no permita que sigamos sus
leyes, sus consideraciones y máximas; y más bien nos ilumine con su celeste
luz, nos conduzca con su divina sabiduría; nos haga conocer lo que le es
agradable, nos dé la gracia y la fuerza para adherirnos fuertemente a sus
palabras y promesas, para cerrar constantemente los oídos a todas las
consideraciones y persuasiones de la prudencia humana, y preferir
valientemente las verdades y máximas de
la fe que nos enseña por su Evangelio y
por su Iglesia, a las razones y a los discursos de los hombres que se conducen
según las máximas del mundo.
Para este
objetivo sería muy bueno, con el permiso de quienes lo pueden dar, leer todos
los días de rodillas un capítulo, sea en latín o en la propia lengua, de la
Vida de Jesús, es decir, del Nuevo Testamento, para aprender cual ha sido la
vida de nuestro Padre, y determinar, por la consideración de las acciones que
ha realizado, las virtudes que ha ejercido y las palabras que ha proferido, las
reglas y máximas con las que se ha conducido y con las que quiere que nos
conduzcamos.
Porque la
prudencia cristiana consiste en renunciar
a las máximas de la prudencia mundana, en invocar el Espíritu de
Jesucristo, para que nos ilumine y nos conduzca según sus máximas y nos
gobierne según las verdades que nos ha enseñado y según las acciones y virtudes
que ha practicado.
Esto es
conducirse según el espíritu de la fe.
6—Mirar el pecado a la luz de la fe. (Le Royaume de Jésus, 1, 174).
De ahora en
adelante mira el pecado, no como los hombres lo miran, con ojos carnales y
ciegos, sino como Dios lo mira, con los ojos iluminados por su divina luz, es
decir, con los ojos de la fe.
7—Mirarnos con los ojos de la fe. (Le Royaume de
Jésus, 1, 215).
La humildad de
espíritu es un profundo conocimiento de lo que somos en verdad ante los ojos de
Dios. Porque para conocernos bien, es necesario mirarnos, no según lo que
parecemos a los ojos y al juicio engañoso de los hombres y a la vanidad y presunción de nuestro
espíritu, sino según lo que somos a los ojos y al juicio de Dios.
Y para esto es necesario mirarnos
a la luz y a la verdad de Dios, por medio de la fe.
8—Conocer la divina voluntad a la luz de
la fe. (Le Royaume de Jésus, 1, 245-46).
Si abrimos, así
sea un poco, los ojos de la fe, será facilísimo, a toda hora y en toda
circunstancia, conocer la santísima Voluntad de Dios, y este conocimiento nos hará amarla y nos llevará a someternos a
ella…
La fe nos enseña
que hay un solo Dios, creador de todas las cosas y debemos creer que este gran
Dios ordena y gobierna sin excepción todas las cosas sea con su Voluntad
absoluta (incondicional), sea con
su Voluntad de permisión. Nada se hace
en este mundo que no esté sujeto a la orden de su divina conducción, y todo pasa o por las manos de su Voluntad
absoluta o por las de su permisión, que son como los dos brazos de su
Providencia con los que gobierna todas las cosas. “Tu providencia, Padre, gobierna” (Sabiduría 14, 3).
9—La fe en los estados y misterios de la
vida de Jesús. (Le
Royaume de Jésus, 1, 314).
El Espíritu
Santo pone continuamente ante nuestros ojos todos los estados y misterios de la
vida de Jesús, para que sean el objeto de nuestras contemplaciones y
adoraciones y el tema de nuestros ejercicios de piedad; y así sean el pan
cotidiano y el alimento ordinario de la
vida de nuestras almas, que deben vivir de la fe, de la consideración y del
amor que debemos tener a los misterios
de Dios y de Jesucristo, según esta palabra de san Pablo: “El justo vive de la fe” (Hebreos 10, 38)
10—La fe para contemplar a Jesús,
Ofrenda de amor. (Le Royaume de Jésus, 1, 367-67).
Mi Señor Jesús,
te adoro, te amo y te glorifico en el último día, en la última hora y en el
último instante de tu vida mortal y
pasible en la tierra.
Veo por la luz
de la fe que el último día de tu vida, adoras y amas infinitamente al Padre. Le agradeces
con la mayor dignidad todas las gracias
que Él te ha hecho y que a través de Ti ha hecho a todo el mundo, durante el
tiempo que has estado en la tierra. Le pides perdón por todos los pecados
de los hombres y te ofreces para hacer por ellos penitencia. Piensas en mí con un amor grandísimo y un deseo inmenso de
atraerme a Ti. En fin, sacrificas tu sangre y tu vida tan digna y tan preciosa
por la gloria de tu Padre y por nuestro
amor. ¡Bendito seas infinitas veces por todo esto!
Continúa en el folleto Nro.3.......
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