P. Libardo Pantoja, cjm |
La palabra “madurez” tiene un
significado muy vasto. Incluye la idea
del desarrollo acabado, de la utilidad total que se puede sacar de aquello que
llega a ser maduro. Se aplica este
término primeramente a la fruta. La
fruta está madura cuando ha llegado al término de su desarrollo, cuando ha
alcanzado su plenitud y está en condiciones de prestar la utilidad que le es
específica.
Diríamos entonces que el hombre está maduro
cuando ha llegado a su desarrollo más
pleno, de manera que es capaz de reaccionar adecuadamente ante las diversas
circunstancias de la vida, y consecuentemente, prestar a la sociedad la
utilidad que de él se espera.
Y digo “más pleno” porque no hay persona humana hecha sino siempre en
proceso; nos vamos haciendo con el tiempo, y hasta el día de nuestra muerte,
podemos ser más, crecer más, cambiar...
Y confrontados con el Señor, tenemos que decir desde un comienzo, que El
actúa no destruyendo nuestra naturaleza humana, sino asumiéndola y
transformándola... Igualmente en proceso.
San Lucas, cuando aplica esta verdad a Jesús
dice: “Jesús iba creciendo en
sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres” (2,52).
El Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, iba creciendo en la
totalidad de su ser, “en estatura y gracia”. El no es perfecto sino perfectible como todos nosotros. Madura
como humano y en lo humano, “en gracia”.
Vamos a adentrarnos en los diversos
elementos que implica la madurez humana orientándola en función de la
formación presbiteral
*Elementos integrantes de la madurez humana.
El Concilio Vaticano II define la madurez
humana como “cierta estabilidad de ánimo, la
facultad de tomar decisiones ponderadas y el recto modo de juzgar de los
hombres y de las cosas”.
Vamos a desentrañar esta afirmación,
distinguiendo tres elementos:
-
“Estabilidad de ánimo” o equilibrio emotivo.
-
“Recto modo de juzgar” o capacidad de juicio ponderado.
-
“Facultad de decidir” y actuar de acuerdo con
constancia y fuerza de voluntad.
1.
Equilibrio emotivo.
Nuestra vida a cada momento se ve enfrentada
a personas o cosas o acontecimientos que nos provocan una determinada reacción,
sentimientos, afectos, etc. La persona
en la medida que va integrando las fuerzas de su personalidad puede reaccionar
adecuadamente a los estímulos del ambiente, y, consecuentemente, mantiene un
dominio prudente sobre sus emociones.
Esta capacidad de salir adecuadamente al
ambiente que nos rodea, tiene que ver ciertamente con la capacidad de mantener relaciones
afectivas equilibradas con las otras personas. La relación con otras personas es uno de los
campos más específicos de nuestra personalidad.
Con los otros vamos creciendo. El
otro me acompaña, me dialoga, me ayuda, le ayudo, juego, peleo, oro, celebro...
Y esta relación es esencialmente afectiva.
Ahí se juega como en ningún otro campo el proceso de maduración.
En este campo de relación con el otro,
hacemos algunas distinciones. Ese otro
no es igual. Ese otro es un formador, un
compañero de clase o de diócesis, con un o una catequista, etc. etc.
Una relación bien integrada con alguien investido
de alguna autoridad estará creciendo en madurez cuando se va
equilibrando entre la confianza y el respeto.
El exceso en una de ellas genera desequilibrio. Son signos de no buena integración en este
campo, un estado de rebelión permanente, de presión o miedo, de sentirse
siempre vigilado... De igual modo una sumisión absoluta o de adulación, no
dejan crecer como personas.
La mayor parte de nuestro tiempo lo vivimos con nuestros compañeros, (as) sencillamente
los otros. Este nivel de
relación ha de integrarse en el plano de lo mutuo, donde se colabora, se
participa, sin prejuicios, miedos o complejos.
Qué signos de no buena integración en este
nivel de relación se pueden constatar?
-
La falta de sociabilidad, el retraimiento,
la cautela y desconfianza exageradas.
-
Relaciones que instrumentalizan al
otro, solamente para conseguir beneficios o favores.
-
Relaciones para poder influir o
dominar. Hay personas aparentemente
muy sociables pero con una tendencia
anormal muy marcada: siempre tienen que estar en el centro y dominar como
maestros y cabecillas. En nuestros
medios esta actitud puede racionalizarse con el pretexto de actitud apostólica
de glorificar a Dios. La actitud del
apóstol auténtico sugerida por Jesús es la del servicio y no la del dominio.
-
Relaciones “pegajosas” con otras
personas. Una afectividad demasiado
dependiente, aún sin pensar en moralidad, indica falta de control afectivo que
da signos de una falta de cariño.
-
Unas relaciones afectivas demasiado
temperamentales, a saltos; hay personas con las cuales hay que saber cómo
amaneció... Sin saberse por qué unas
veces se muestran amigables y otras veces pelean por cualquier tontería.
Cuando hay signos de estas incongruencias es
fácil caer en las racionalizaciones. De
qué se trata. De encontrar “razones”
para justificar tal o cual actitud.
Talvés en el fondo todo provenga de desequilibrios emotivos
personales. Por ejemplo querer
justificar una inhibición personal por una actitud espiritual de desprenderse
de afectos humanos para llegar a Dios. O
actitudes permanentes de desconfianza con el pretexto de que los otros son
“egoístas” y “malos”.
Una buena relación con el medio que
rodea. Es
sencillamente la integración, la adaptación normal con el medio que rodea. En cualquier parte tenemos que vivir y
situarnos en un ambiente determinado y de él alimentarnos para aquilatar y
expresar los rasgos de nuestra personalidad.
La persona que no ha integrado este nivel de relación, presenta estos
signos que los podemos llamar de inmadurez:
-
Sentirse continuamente rechazado
(a) por un determinado ambiente.
-
Encogerse con miedo, buscando
continuamente apoyo.
-
Vivir un ambiente irreal con
rarezas continuas delante de los otros.
-
Huir con frecuencia al mundo de la
imaginación y de la fantasía dando la impresión de quien vive en la luna.
-
Tomar actitudes frecuentes de
rebelión contra el ambiente, de inconformismo, de destrucción... Nada vale.
Ciertamente que en los ambientes se darán realidades distintas y aún
criticables... Pero el que eso nos
destruya y nos amargue, es signo de no buena integración.
-
Buscar compensaciones en algún
campo porque se es incapaz de salir bien al medio. El refugiarse exageradamente en los estudios
o en la oración, porque todo lo otro es inútil.
La relación afectiva bien integrada con
el “sexo opuesto”.
Este es un campo en el que tenemos que crecer cada día, para llegar a un
trato normal, de respeto y confianza, sin apegos, miedos, o
perturbaciones. En la vida consagrada en
nuestras actividades pastorales, necesariamente tendremos que tratar con el
otro..
La falta de una no buena integración en este
campo tiene igualmente sus manifestaciones:
-
El apego exagerado o desmedido con la primera
persona que se presente.
-
Lo contrario, o sea, la
agresividad permanente para con el otro sexo.
-
Complejos paternos por los que
todo hombre es mirado en relación con la figura paterna, donde sólo se busca
protección o apoyo. En el mundo de
nuestra pastoral nos vamos a encontrar con personas que han idealizado de tal
modo la figura del padre o de la madre que nunca encuentran la mujer ideal, o
la buscan a su semejanza. Se dan también
las proyecciones de papá o de mamá con el superior o superiora.
-
Frialdad afectiva frente al hombre
provocada generalmente por el ambiente de infelicidad y de fracaso vivido en el
hogar.
-
Obsesiones, escrúpulos,
sentimientos de culpa por las cosas más mínimas.
La vivencia de la castidad supone la
aceptación e integración de la sexualidad bien definida, negando en la persona
que la acepta la unión sexual propiamente dicha, vivido en paz y alegría por la
acción de la gracia y una vida dedicada al amor y servicio a los hermanos.
2.
El recto modo de juzgar sobre las personas y
los acontecimientos.
Un proceso de maduración bien integrado
igualmente implica una buena capacidad de juzgar objetivamente sobre los
acontecimientos y las personas. Esta
capacidad comporta el haber ordenado con justeza una escala de valores a la cual
referir el acontecimiento o la realidad que se mira. También comporta la adquisición de criterios
bien definidos para discernir lo que es conforme o no, en nuestro caso, a
nuestra identidad. Finalmente, esta
dimensión comporta la capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos que
nos afectan.
A todo esto, hay que añadir el llamado
“sentido común” por el cual una persona es capaz de caer en la cuenta del
sentido exacto de las cosas y las personas que le rodean, del término medio del
significado de sus actitudes y palabras y de las soluciones ponderadas a los
problemas. Es ese sexto sentido de los
mayores ganado a lo largo de la vida a través de la experiencia vivida.
Profundicemos en las implicaciones de esta
dimensión de la madurez en el juicio.
La capacidad de reflexión. Es la capacidad de detenerse,
de volver sobre uno mismo para visualizar y ahondar todo lo que pasa alrededor,
lo que se vive. Lo contrario es la
irreflexión, el hacer las cosas sin pensar, sin rumiar, es decir, “tragar
entero”, no mirar la importancia o no importancia de lo que pasa y las consecuencias que se
suceden. Es la ligereza y
superficialidad de la vida.
Aproximación objetiva a la realidad. Se trata de acrecentar
una mirada realista de las personas, la realidad y los acontecimientos. Los optimismos o pesimismos exagerados
tergiversan la realidad. Con frecuencia
esto va concatenado con nuestra dimensión afectiva que llevamos. A veces nos sucede que apreciamos a las
personas no por lo que son sino por la impresión afectiva que nos
posibilita. Y lo mismo con los
acontecimientos. Se dan con frecuencia aproximaciones o juicios precipitados
por una errada y defectuosa apreciación.
La posibilidad de emitir juicios
prácticos objetivos sobre auténticos valores. Lo que en definitiva induce a la voluntad a
actuar no son los juicios teóricos sobre la verdad sino los juicios prácticos
sobre un determinado “valor”. Pero para
valorar con más justeza será necesario forjarse una escala de valores no
inconsciente o de tradición sino consciente y a partir de una sana reflexión. Esto será como la brújula que nos orienta en
el devenir de cada día. El tiempo de
formación nos debe propiciar ahondar y vivenciar los valores evangélicos y
organizar una verdadera escala que nos vaya orientando.
El “sentido común” o sea el tino para ver el término medio y la reacción adecuada en cada
ambiente o situación. El libro de los
Proverbios o el Eclesiástico nos dan una buena cantidad de expresiones de estos
juicios prácticos de sentido común en las diversas situaciones de la vida. Cuando falta este sentido común la persona
siempre estará haciendo cosas fuera de lugar.
3.
La capacidad de tomar decisiones responsables.
Es esa dimensión de la voluntad que se hace
decisión, compromiso, lucha, constancia, fidelidad en el tiempo. Es la fuerza de voluntad para decidir, para
sacar de sí mismo todas las posibilidades de realización ocultas en los deseos,
intereses, tendencias, y capacidades.
En la integración adecuada de esta dimensión
en el proceso de madurez es preciso tener en cuenta:
-
Un grado equilibrado de índice
personal en las decisiones, es decir, saber decidir por uno mismo, sin
influencias exageradas ni oposición cerrada
a cualquier tipo de influencia.
En nuestro campo es importantísimo.
Nuestra respuesta tiene que ser personal, como personal es el
llamado. Toda decisión tomada por pura influencia no garantiza sino
cantidad. Esto no quiere decir que uno
tiene que cerrarse a cualquier escucha o ayuda de los otros.
En
este sentido, la búsqueda exagerada de apoyo para cualquier cosa, o el sentido
exagerado de independencia o de rebelión ante la posibilidad de cualquier
ayuda, o un exagerado grado de indecisión son signos de una no muy buena
integración de esta dimensión.
-
Un creciente grado de
responsabilidad. Responsabilidad
significa que la persona, al actuar, cae en la cuenta del alcance de sus
decisiones y acepta plenamente las consecuencias en la acción. La irresponsabilidad es uno de los índices
más claros de una no integración y por tanto, de inmadurez. Por el contrario, la responsabilidad en las
cosas que uno tiene a cargo es un buen signo de crecimiento en esta dimensión.
-
Un buen índice de lucha , esfuerzo
. Una de las mayores deficiencias en el
mundo de hoy es la falta de esfuerzo, de capacidad de sacrificio. La mentalidad común es actuar por lo que más
conviene o lo que más agrada. Hay
cobardía y molicie ante los compromisos que piden esfuerzo.
-
La constancia en las decisiones
tomadas, es decir, la perseverancia en el compromiso. Hay personas aparentemente activas que a cada
momento modifican de plan, o también las que sólo actúan en aquello que les
agrada. La persona en proceso de una
buena integración sabe mantener sus decisiones aún en los momentos difíciles,
de desánimo, de cruz.
En síntesis, la mirada a esta dimensión
humana en toda su complejidad nos ofrece un horizonte bien amplio para procesarlo
e integrarlo, cada vez, con más madurez en el camino hacia el sacerdocio, y,
luego, como sacerdotes. Por ser
sacerdotes, no dejamos de ser hombres siempre perfectibles. Una deficiente integración de esta dimensión
tarde o temprano nos hace malas jugadas.
Un buen sacerdote es primeramente un buen hombre, bien situado,
adaptado, dueño de sus sentimientos y sus afectos, con un buen sentido del
otro, bien relacionado, sin temores ni
prejuicios, con una visión crítica de sí mismo y de la realidad, capaz de
compromisos serios y responsables, con constancia y fidelidad hasta la cruz.
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