miércoles, 16 de octubre de 2013

LA MADUREZ HUMANA EN LA FORMACIÓN PRESBITERAL



P. Libardo Pantoja, cjm 
 La palabra “madurez” tiene un significado muy vasto.  Incluye la idea del desarrollo acabado, de la utilidad total que se puede sacar de aquello que llega a ser maduro.  Se aplica este término primeramente a la fruta.  La fruta está madura cuando ha llegado al término de su desarrollo, cuando ha alcanzado su plenitud y está en condiciones de prestar la utilidad que le es específica.

Diríamos entonces que el hombre está maduro cuando ha llegado a su  desarrollo más pleno, de manera que es capaz de reaccionar adecuadamente ante las diversas circunstancias de la vida, y consecuentemente, prestar a la sociedad la utilidad que de él se espera.

Y digo “más pleno” porque  no hay persona humana hecha sino siempre en proceso; nos vamos haciendo con el tiempo, y hasta el día de nuestra muerte, podemos ser más, crecer más, cambiar...  Y confrontados con el Señor, tenemos que decir desde un comienzo, que El actúa no destruyendo nuestra naturaleza humana, sino asumiéndola y transformándola... Igualmente en proceso.

San Lucas, cuando aplica esta verdad a Jesús dice:  “Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres”  (2,52).  El Señor, verdadero Dios y verdadero hombre, iba creciendo en la totalidad de su ser, “en estatura y gracia”.  El no es perfecto  sino perfectible como todos nosotros. Madura como humano y en lo humano, “en gracia”. 

Vamos a adentrarnos en  los diversos  elementos que implica la madurez humana orientándola en función de la formación presbiteral


  *Elementos integrantes de la madurez humana.

El Concilio Vaticano II define la madurez humana como “cierta estabilidad de ánimo, la  facultad de tomar decisiones ponderadas y el recto modo de juzgar de los hombres y de las cosas”.

Vamos a desentrañar esta afirmación, distinguiendo tres elementos:

-         “Estabilidad de ánimo” o equilibrio emotivo.

-         “Recto modo de juzgar” o capacidad de juicio ponderado.

-         “Facultad de decidir”  y actuar de acuerdo con constancia y fuerza de voluntad.


1.      Equilibrio emotivo.

Nuestra vida a cada momento se ve enfrentada a personas o cosas o acontecimientos que nos provocan una determinada reacción, sentimientos, afectos, etc.  La persona en la medida que va integrando las fuerzas de su personalidad puede reaccionar adecuadamente a los estímulos del ambiente, y, consecuentemente, mantiene un dominio prudente sobre sus emociones.

Esta capacidad de salir adecuadamente al ambiente que nos rodea, tiene que ver ciertamente con la capacidad de mantener relaciones afectivas equilibradas con las otras personas.  La relación con otras personas es uno de los campos más específicos de nuestra personalidad.  Con los otros vamos creciendo.  El otro me acompaña, me dialoga, me ayuda, le ayudo, juego, peleo, oro, celebro... Y esta relación es esencialmente afectiva.  Ahí se juega como en ningún otro campo el proceso de maduración.

En este campo de relación con el otro, hacemos algunas distinciones.  Ese otro no es igual.  Ese otro es un formador, un compañero de clase o de diócesis, con un o una catequista, etc. etc.

Una relación bien integrada con alguien investido de alguna autoridad estará creciendo en madurez cuando se va equilibrando entre la confianza y el respeto.  El exceso en una de ellas genera desequilibrio.  Son signos de no buena integración en este campo, un estado de rebelión permanente, de presión o miedo, de sentirse siempre vigilado... De igual modo una sumisión absoluta o de adulación, no dejan crecer como personas.

La mayor parte de nuestro tiempo  lo vivimos con nuestros compañeros, (as) sencillamente los otros.  Este nivel de relación ha de integrarse en el plano de lo mutuo, donde se colabora, se participa, sin prejuicios, miedos o complejos.

Qué signos de no buena integración en este nivel de relación se pueden constatar? 

-         La falta de sociabilidad, el retraimiento, la cautela y desconfianza exageradas.

-         Relaciones que instrumentalizan al otro, solamente para conseguir beneficios o favores.

-         Relaciones para poder influir o dominar.  Hay personas aparentemente muy  sociables pero con una tendencia anormal muy marcada: siempre tienen que estar en el centro y dominar como maestros y cabecillas.  En nuestros medios esta actitud puede racionalizarse con el pretexto de actitud apostólica de glorificar a Dios.  La actitud del apóstol auténtico sugerida por Jesús es la del servicio y no la del dominio.

-         Relaciones “pegajosas” con otras personas.  Una afectividad demasiado dependiente, aún sin pensar en moralidad, indica falta de control afectivo que da signos de una falta de cariño.

-         Unas relaciones afectivas demasiado temperamentales, a saltos; hay personas con las cuales hay que saber cómo amaneció...  Sin saberse por qué unas veces se muestran amigables y otras veces pelean por cualquier tontería.

Cuando hay signos de estas incongruencias es fácil caer en las racionalizaciones.  De qué se trata.  De encontrar “razones” para justificar tal o cual actitud.  Talvés en el fondo todo provenga de desequilibrios emotivos personales.  Por ejemplo querer justificar una inhibición personal por una actitud espiritual de desprenderse de afectos humanos para llegar a Dios.  O actitudes permanentes de desconfianza con el pretexto de que los otros son “egoístas” y “malos”.

Una buena relación con el medio que rodea.  Es sencillamente la integración, la adaptación normal con el medio que rodea.  En cualquier parte tenemos que vivir y situarnos en un ambiente determinado y de él alimentarnos para aquilatar y expresar los rasgos de nuestra personalidad.  La persona que no ha integrado este nivel de relación, presenta estos signos que los podemos llamar de inmadurez:

-         Sentirse continuamente rechazado (a)  por un determinado ambiente.

-         Encogerse con miedo, buscando continuamente apoyo.

-         Vivir un ambiente irreal con rarezas continuas delante de los otros.

-         Huir con frecuencia al mundo de la imaginación y de la fantasía dando la impresión de quien vive en la luna.

-         Tomar actitudes frecuentes de rebelión contra el ambiente, de inconformismo, de destrucción...  Nada vale.  Ciertamente que en los ambientes se darán realidades distintas y aún criticables...  Pero el que eso nos destruya y nos amargue, es signo de no buena integración.

-         Buscar compensaciones en algún campo porque se es incapaz de salir bien al medio.  El refugiarse exageradamente en los estudios o en la oración, porque todo lo otro es inútil.

La relación afectiva bien integrada con el “sexo opuesto”.  Este es un campo en el que tenemos que crecer cada día, para llegar a un trato normal, de respeto y confianza, sin apegos, miedos, o perturbaciones.  En la vida consagrada en nuestras actividades pastorales, necesariamente tendremos que tratar con el otro..

La falta de una no buena integración en este campo tiene igualmente sus manifestaciones:

-         El   apego exagerado o desmedido con la primera persona que se presente.
-         Lo contrario, o sea, la agresividad permanente para con el otro sexo.
-         Complejos paternos por los que todo hombre es mirado en relación con la figura paterna, donde sólo se busca protección o apoyo.  En el mundo de nuestra pastoral nos vamos a encontrar con personas que han idealizado de tal modo la figura del padre o de la madre que nunca encuentran la mujer ideal, o la buscan a su semejanza.  Se dan también las proyecciones de papá o de mamá con el superior o superiora.

-         Frialdad afectiva frente al hombre provocada generalmente por el ambiente de infelicidad y de fracaso vivido en el hogar.

-         Obsesiones, escrúpulos, sentimientos de culpa por las cosas más mínimas.

La vivencia de la castidad supone la aceptación e integración de la sexualidad bien definida, negando en la persona que la acepta la unión sexual propiamente dicha, vivido en paz y alegría por la acción de la gracia y una vida dedicada al amor y servicio a los hermanos.

 

2.      El recto modo de juzgar sobre las personas y los   acontecimientos.

Un proceso de maduración bien integrado igualmente implica una buena capacidad de juzgar objetivamente sobre los acontecimientos y las personas.  Esta capacidad comporta el haber ordenado con justeza una escala de valores a la cual referir el acontecimiento o la realidad que se mira.  También comporta la adquisición de criterios bien definidos para discernir lo que es conforme o no, en nuestro caso, a nuestra identidad.  Finalmente, esta dimensión comporta la capacidad de reflexionar sobre los acontecimientos que nos afectan.

A todo esto, hay que añadir el llamado “sentido común” por el cual una persona es capaz de caer en la cuenta del sentido exacto de las cosas y las personas que le rodean, del término medio del significado de sus actitudes y palabras y de las soluciones ponderadas a los problemas.  Es ese sexto sentido de los mayores ganado a lo largo de la vida a través de la experiencia vivida.

Profundicemos en las implicaciones de esta dimensión de la madurez en el juicio.

La capacidad de reflexión.  Es la capacidad de detenerse, de volver sobre uno mismo para visualizar y ahondar todo lo que pasa alrededor, lo que se vive.  Lo contrario es la irreflexión, el hacer las cosas sin pensar, sin rumiar, es decir, “tragar entero”, no mirar la importancia o no importancia  de lo que pasa y las consecuencias que se suceden.  Es la ligereza y superficialidad de la vida.

Aproximación objetiva a la realidad.  Se trata de acrecentar una mirada realista de las personas, la realidad y los acontecimientos.  Los optimismos o pesimismos exagerados tergiversan la realidad.  Con frecuencia esto va concatenado con nuestra dimensión afectiva que llevamos.  A veces nos sucede que apreciamos a las personas no por lo que son sino por la impresión afectiva que nos posibilita.  Y lo mismo con los acontecimientos. Se dan con frecuencia aproximaciones o juicios precipitados por una errada  y defectuosa apreciación.

La posibilidad de emitir juicios prácticos objetivos sobre auténticos valores.  Lo que en definitiva induce a la voluntad a actuar no son los juicios teóricos sobre la verdad sino los juicios prácticos sobre un determinado “valor”.  Pero para valorar con más justeza será necesario forjarse una escala de valores no inconsciente o de tradición sino consciente y a partir de una sana reflexión.  Esto será como la brújula que nos orienta en el devenir de cada día.  El tiempo de formación nos debe propiciar ahondar y vivenciar los valores evangélicos y organizar una verdadera escala que nos vaya orientando.

El “sentido común” o sea el tino para ver el término medio y la reacción adecuada en cada ambiente o situación.  El libro de los Proverbios o el Eclesiástico nos dan una buena cantidad de expresiones de estos juicios prácticos de sentido común en las diversas situaciones de la vida.  Cuando falta este sentido común la persona siempre estará haciendo cosas fuera de lugar.


3.      La capacidad de tomar decisiones responsables.

Es esa dimensión de la voluntad que se hace decisión, compromiso, lucha, constancia, fidelidad en el tiempo.  Es la fuerza de voluntad para decidir, para sacar de sí mismo todas las posibilidades de realización ocultas en los deseos, intereses, tendencias, y capacidades. 

En la integración adecuada de esta dimensión en el proceso de madurez es preciso tener en cuenta:

-         Un grado equilibrado de índice personal en las decisiones, es decir, saber decidir por uno mismo, sin influencias exageradas ni oposición cerrada  a cualquier tipo de influencia.  En nuestro campo es importantísimo.  Nuestra respuesta tiene que ser personal, como personal es el llamado.  Toda decisión  tomada  por pura influencia no garantiza sino cantidad.  Esto no quiere decir que uno tiene que cerrarse a cualquier escucha o ayuda de los otros. 

  En este sentido, la búsqueda exagerada de apoyo para cualquier cosa, o el sentido exagerado de independencia o de rebelión ante la posibilidad de cualquier ayuda, o un exagerado grado de indecisión son signos de una no muy buena integración de esta dimensión.

-         Un creciente grado de responsabilidad.  Responsabilidad significa que la persona, al actuar, cae en la cuenta del alcance de sus decisiones y acepta plenamente las consecuencias en la acción.  La irresponsabilidad es uno de los índices más claros de una no integración y por tanto, de inmadurez.   Por el contrario, la responsabilidad en las cosas que uno tiene a cargo es un buen signo de crecimiento en esta dimensión.

-         Un buen índice de lucha , esfuerzo .  Una de las mayores deficiencias en el mundo de hoy es la falta de esfuerzo, de capacidad de sacrificio.  La mentalidad común es actuar por lo que más conviene o lo que más agrada.  Hay cobardía y molicie ante los compromisos que piden esfuerzo.

-         La constancia en las decisiones tomadas, es decir, la perseverancia en el compromiso.  Hay personas aparentemente activas que a cada momento modifican de plan, o también las que sólo actúan en aquello que les agrada.  La persona en proceso de una buena integración sabe mantener sus decisiones aún en los momentos difíciles, de desánimo, de cruz.

En síntesis, la mirada a esta dimensión humana en toda su complejidad nos ofrece un horizonte bien amplio para procesarlo e integrarlo, cada vez, con más madurez en el camino hacia el sacerdocio, y, luego, como sacerdotes.  Por ser sacerdotes, no dejamos de ser hombres siempre perfectibles.  Una deficiente integración de esta dimensión tarde o temprano nos hace malas jugadas.  Un buen sacerdote es primeramente un buen hombre, bien situado, adaptado, dueño de sus sentimientos y sus afectos, con un buen sentido del otro,  bien relacionado, sin temores ni prejuicios, con una visión crítica de sí mismo y de la realidad, capaz de compromisos serios y responsables, con constancia y fidelidad hasta la cruz.



                                                     


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